CARTAS DE PAPÁ
Quiero
empezar esta carta recordándote lo maravillosa que es la etapa que tu hijo
estas viviendo. La juventud es la siembra de la edad madura, la etapa de
moldeamiento en el corto ciclo de la vida, el momento crucial en la historia del
pensamiento del hombre.
Por el renuevo juzgamos el árbol, por la flor juzgamos el fruto, por la
primavera juzgamos la cosecha, por la mañana juzgamos el día, y por el carácter
del hombre joven podemos, por lo general, juzgar lo que será cuando se vuelva
adulto.
Hijo, no te engañes. No creas que puedes, a voluntad, servir a los deseos de la
carne y a los placeres en la etapa inicial de tu vida, y luego servir a Dios con
facilidad en la etapa final. Es una burla tratar con Dios y con tu alma en esa
manera. Es una detestable burla suponer que puedes darle la flor de tu juventud
al mundo y al diablo para luego despachar al Rey de reyes con las sobras y
residuos de tu corazón, los restos y vestigios de tu fuerza. Es una detestable
burla, y podrás darte cuenta a tus propias expensas que tal cosa no se puede
hacer.
Yo no dudo que tú estés contando con un arrepentimiento tardío. No sabes lo
que estás haciendo. Estás considerando así sin tomar en cuenta a Dios. El
arrepentimiento y la fe son dones de Dios, dones que El a menudo retiene cuando
han sido ofrecidos en vano por largo tiempo. Reconozco que nunca es demasiado
tarde para el verdadero arrepentimiento, pero al mismo tiempo te advierto que
raras veces el arrepentimiento tardío es verdadero. Reconozco que un ladrón
penitente se convirtió en sus últimas horas, para que ningún hombre abandone
la esperanza; pero te advierto, sólo uno se convirtió, para que ningún hombre
presuma. Te acepto que está escrito, Jesús "puede salvar perpetuamente a
los que por El se acercan a Dios" (He 7:25); pero, te advierto que también
está escrito por el mismo Espíritu: "Por cuanto llamé, y no quisisteis oír...
También yo me reiré en vuestra calamidad, y me burlaré cuando os viniere lo
que teméis" (Pr 1:24,26).
Créeme... hallarás que no es cosa fácil volverse a Dios así por así cuando
a tí te plazca. Es veraz la siguiente reflexión: "El camino del pecado es
cuesta abajo; un hombre no puede parar cuando él quiera hacerlo." Los
deseos santos y las convicciones sinceras no son como los siervos del centurión,
que están listos para ir y venir a tu orden; más bien son como el Leviatán en
Job: No obedecerán tu voz, ni atenderán tu mandato. Se dijo de un famoso
general de antaño que cuando pudo haber tomado la ciudad contra la cual
luchaba, no quiso; y cuando más tarde quiso hacerlo, no pudo. ¡Cuidado!, no
sea que el mismo caso te sobrevenga a ti con respecto a la vida eterna.
¿Por qué digo todo esto? Lo digo a causa de la fuerza del hábito. Lo digo
porque la experiencia me dice que los corazones de las personas muy raras veces
cambian si no han cambiado en la juventud. En verdad, raras veces se convierten
los hombres cuando son viejos. Los hábitos tienen profundas raíces. Tan pronto
le permites al pecado cobijarse en tu seno, no va a salir a tu mandato. La
costumbre se convierte en una segunda naturaleza, y sus cadenas son cuerdas de
tres dobleces que no se rompen fácilmente.
Con
mucha razón dice el profeta: "¿Mudará el etíope su piel, y el leopardo
sus manchas? Así también, ¿podréis vosotros hacer bien, estando habituados a
hacer mal?" (Jeremías. 13:23).
Los hábitos son como piedras que ruedan cuesta abajo, mientras más lejos
ruedan, más rápido e ingobernable es su curso. Los hábitos, como los árboles,
se fortalecen con la edad. Un muchacho puede torcer un roble cuando éste es un
árbol joven, pero cien hombres no pueden arrancarlo de raíz cuando es un árbol
adulto. Un niño puede ir vadeando el Amazonas en su nacimiento, pero la más
grande embarcación del mundo puede flotar en el mismo cuando desemboca en el
mar. Lo mismo ocurre con los hábitos: Mientras más viejos, más fuertes,
mientras más tiempo han tomado posesión, más difícil será echarlos fuera.
Ellos crecen con nuestro crecimiento, y se fortalecen con nuestra fuerza. La
costumbre es la nodriza del pecado. Cada nuevo acto pecaminoso disminuye el
temor y el remordimiento, endurece nuestros corazones, embota los filos de
nuestra conciencia e incrementa nuestra malvada inclinación.
Tal vez pienses que estoy haciendo demasiado hincapié sobre este asunto. Si
hubieras visto a hombres viejos como yo los he visto, al borde de la muerte,
inconmovibles, cauterizados, insensibles, muertos, fríos, duros como una
infernal piedra de molino; pensarías de otra manera. Créeme, no puedes
quedarte de brazos cruzados en los asuntos relacionados con tu alma. Hábitos de
bien o de mal están fortaleciéndose diariamente en tu corazón. Cada día te
acercas más a Dios o te alejas más de El. Por cada año que continúes
impenitente, la pared divisoria entre tú y el cielo se hace más alta y más
gruesa, y el abismo que ha de cruzarse, más profundo y más ancho. ¡Oh, teme
el efecto endurecedor de estarte consumiendo en el pecado! Ahora es el tiempo
aceptable. Procura que tu vuelo no sea en el invierno de tus días. Si no buscas
al Señor en tu juventud, la fortaleza del hábito es tal que probablemente
nunca le buscarás después.
Temo por esto, y por tanto te exhorto.